Y aquel día firmó su sentencia de muerte. Desde entonces, vistió el cielo el gris como hábito y a ella las palabras le hicieron de sepultura. No fue sino una muerte en vida, un desgarro en el pecho, lo que sintió el día que buscó unos brazos asiduos a los suyos y no encontró sino vacío. No la marchitó el orgullo, fue el miedo. Miedo a no ser recibida, miedo a la indiferencia, al olvido.
Con las palabras frescas aún resonando en su cabeza, aún ardiendo en su boca, se cubrió con su manto de melancolía. Y esperó. Esperó, esperó y esperó hasta que, como cada noche, se rindió al sueño y a la tristeza.
Pero el calor de dos cuerpos intrépidos no está hecho a la tristeza ni al olvido. Donde fuego arde, cenizas quedan -dicen-. El calor aún te abraza -y abrasa- si lo recuerdas.